demasiado deteriorada o estropeada para salvarla; para Hobie,
que sufría a causa de esos elegantes restos como si fueran niños
desnutridos o gatos maltratados, era un deber rescatar lo que
se pudiera (un par de florones allí, un juego de patas bien
torneadas allá) y, a continuación, con sus dotes de carpintero
y ebanista lo combinaba todo creando bonitos y jóvenes
Frankensteins que en algunos casos resultaban muy fantasiosos,
pero en otros eran tan fieles al período que no se distinguían
de los auténticos.
Donna Tartt, El jilguero.
Traducció de Aurora Echevarría.