ver los nombres que aún podían leerse –Hamburger,
Kissinger, Wertheimer, Friedländer, Arnsberg, Frank,
Auerbach, Grunwald, Leuthold, Seeligmann, Hertz,
Goldstaub, Baumblattg y Blumenthal– me vino la idea
de que quizá lo que los alemanes más envidiaban a los
judíos eran sus hermosos apellidos, tan vinculados al
país y al idioma en que vivían.
W.G. Sebald, Los emigrados.
Editorial Anagrama, 2015.
Traducció de Teresa Ruiz Rosas.
Marc Vicens, 2015. |